Durante la época medieval se vivieron unos años de oscurantismo debido a la caída del sistema político romano y por la llegada de hordas «bárbaras», que darían lugar a un nuevo orden socio-político.
Por Ester Martínez Jurado, directora perrosconhistoria.com
Es durante esta época cuando la diversificación de tipos caninos se hace más patente con la entrada de nuevas razas e hibridaciones por parte de estas sociedades.
Resulta imperante la figura del perro de caza, búsqueda y guarda de la casa, pues hasta el año 1000 el perro era considerado una herramienta más para la vida y la guerra. Los canes no tenían muy buena prensa, pues el perro y el lobo se confundían habitualmente durante las noches de caminos solitarios y sinuosos, donde grupos de lobos -o perros- hambrientos irrumpían en los caminos de bosques tortuosos, sembrando el miedo entre los viandantes.
Tras la locura milenarista del fin del mundo, el perro empezó a disfrutar de una posición mucho más abierta, convirtiéndose en un animal de compañía. Los propietarios que preferiblemente tenían este tipo de mascotas, entre otros, eran las mujeres, los clérigos y los dedicados al estudio y la erudición.
Hildegarda de Bingen, abadesa, mística, médica y profetisa alemana, escribía que los perros eran odiados por el demonio por su lealtad al ser humano; atributo que se describió en innumerables ocasiones en la literatura medieval.
En la hagiografía, los santos amaban a los animales por ser una creación divina; de hecho, el perro del santo más popular, San Roque, protagonizó un episodio de fidelidad al acompañar a su maestro en todo momento cuando este enfermó de peste. La iconografía de San Roque, a la que muchos peregrinos invocarán para prevenir y sanar las epidemias, se representa con este simpático perrito y un trozo de pan en su boca.
Curioso, cuanto menos, es la etimología de la que surge la orden religiosa de los dominicos, los llamados domini canes o los fieles perros del Señor, ya que en la iconografía se les representa, en ocasiones, con un perro de manto bicolor que porta un cirio encendido en la boca. Estos perros del Señor son los que cuidan al rebaño (los fieles del Señor) de los herejes.
Si durante la Alta Edad Media el perro estaba relegado artísticamente, en siglos posteriores veremos cómo son representados profusamente en los códices miniados, en escudos de armas, tapices, incluso en monumentos funerarios acompañando a sus «amos» en el más allá. Pero sobre todo seguiremos encontrando en la actividad venatoria su máxima, aunque la caza se perdiera como método de subsistencia. Gaston Phébus, tercer conde de Foix y vizconde de Bearne, dictó Le livre de chasse, El libro de la caza, un tratado con 87 miniaturas en vivos colores y oro donde aparecen multitud de perros. En muchos otros tratados encontramos indicaciones sobre la alimentación de los canes o tratamientos para curar, por ejemplo, la rabia con rosa salvaje, a la que se denominaba, curiosamente, canina.
En la literatura médica de la época los perros eran considerados como medicina para la soledad y la melancolía, además de recomendar a las mujeres que tuvieran dolores estomacales que colocaran un perro pequeño en el regazo para que aplicaran calor a la zona. Como vemos, poco a poco habrá una pequeña apertura que volverá a revivirse en época renacentista, cuando los clásicos vuelvan a visitarnos. Pero eso es otra historia…